martes, 29 de noviembre de 2011

Las servidumbres de la vejez




Es curioso que haya gente que piense que dos personas pueden leer el mismo libro, que se puede revisitar un paisaje, que un hombre es un solo hombre a lo largo de su vida, que sesenta y cinco años son siempre más edad que cuarenta y ocho.
"El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad", dice Gabriel García Márquez. Si Gabo tiene razón, espero una ancianidad confortable. Para Margarite Yourcenar, "a cierta edad, para todo hombre la vida es una derrota aceptada" (Memorias de Adriano). Seguramente son comentarios emparentados. Pero lo que yo pretendo es cierta desmitificación de la longevidad como sinónimo de edad dorada, con sus dosis de experiencia, sabiduría, raciocinio...
Pamplinas. Lo que nos da la vejez -me encuentro en ella, colegas (¿captas la incoherencia verbal?)- es una colección de achaques, físicos y mentales. Perdemos audición y, sobre todo, capacidad de escucha; necesitamos gafas para cerca, gafas para lejos, gafas para encontrar las gafas. La mirada se vuelve torcida, esto es prejuiciosa. Bebemos cada vez menos y vamos a mear cada vez más; en lugar de interlocutores ("hablar entre"), pretendemos receptores pasivos. Nuestra presencia se vuelve difusa para los mayores e invisible para los jóvenes. Obligados a incorporar virtudes por decreto ley de nuestro físico (una suerte de mercado del alma), nos repetimos más que el mensaje del Rey en Nochebuena y cambiamos de guión menos que el teniente Colombo de gabardina. Atribuimos a lo novedoso el calificativo de maligno, inútil, peligroso: desdeñamos lo que ignoramos. Nuestros mantras favoritos son: "en mis tiempos", "antes", "en mi juventud". Somos antepasados de nuestros antepasados. En la calle, la rubia de caderas ondulantes nos deja atrás con su ritmo de serpiente escurridiza, y nos engañamos parándonos frente al escaparate de la tienda de pimientos morrones, que nos interesan menos que el nombre de los ansiolíticos que consume el logopeda de Rajoy.
Retornamos a la infancia y su catálogo de celos, vulnerabilidad, pretensión desaforada de reafirmación y protagonismo... sin viaje de vuelta, en tanto el tren del mundo continúa su trayecto, indiferente a unos espectadores reumáticos y atribulados.
"Es benigno", son las palabras más bellas que podemos oir instalados en la pasarela otoño-invierno de la vida, según W. Allen. Claro que eso lo dice un diplomado en hipocondría, que desayuna un plátano cortado en siete partes, desde que lo hizo por primera vez y no le sucedió nada malo. Una tontería: yo siempre lo corto en cuatro trozos. ¡Qué bien te veo! no es un elogio, aunque necesitemos asumirlo como tal, sino la constatación de que funcionan las gafas de nuestro interlocutor...
Literatura de las carencias: supervivencia del endeble ser humano... 

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