martes, 26 de marzo de 2013

Ciberbárcenas

 
En este mundo de Bárcenas, Corinnas, Bergoglios y la madre que los parió, la revolución de Internet es imparable. Y a menudo uno asiste como resignado espectador a dos posturas irreconciliables. De un lado, una cibertecnocracia en la que ya no nos sorprendería que alguien utilizase el whatsapp para zamparse una suculenta paella; del otro, aquella gente -generalmente entrada en años- con una intransigente resistencia ante todo aquello que suponga innovación, una defensiva a ultranza de un mundo estático poco extático.
La primera actitud nos remite a la ingenua fascinación de aquellos indígenas embobados con los espejos de los conquistadores españoles, distraídos mientras les escamoteaban sus tesoros. La segunda pertenece a la tan consabida postura conservadora de pretender hibernar la vida. En el primer caso, se hipoteca la realidad en el "banco malo" del mundo virtual; en el segundo, se cierran las ventanas y que el mundo pase de largo.
Entre los detractores de la revolución tecnológica, no es raro encontrarse con gente que te habla de separaciones de pareja "por culpa de Internet", algo así como si desayunas a menudo en una cafetería, vas, agarras y te lías con alguien, fuera de tu relación personal, y la culpa es del local a donde acudes.
Al hilo de estas paupérrimas reflexiones, localizo una noticia que rompe todos los moldes establecidos: en un pueblo de Serbia, un matrimonio se divorcia tras descubrir que ambos tenían una relación en Internet...¡entre ellos! Vamos, que cada uno se tenía a sí mismo de rival.
Leía el otro día en el blog del escritor Andrés Neuman que sus padres se habían divorciado, y reconciliado y casado de nuevo (el uno con la otra) años después. La pareja de Serbia, en un uso inversamente convencional al tan repudiado, quizá ha encontrado en la Red un instrumento con el que, vistiendo sus mejores galas (aquellas que los humanos nos ponemos cuando la otra persona aún no es "pareja de hecho"), consiga la reconquista tras la pérdida del reino.

lunes, 4 de marzo de 2013

Elogio de la locura*



Mientras que todo está patas arriba, mientras que un tsunami se ha llevado por delante cualquier sistema de valores, mientras que el logopeda de Rajoy se ha recluido en un monasterio budista, el sentido común sigue gozando de un prestigio desmesurado. Vale, si el paso de peatones está en rojo, y viene lanzado un tráiler, es sensato no ponerse a cruzar. Por lo demás, uno cree que el tan promocionado sentido común es un agente secreto -otro más, como el miedo- del sistema para mantenernos a todos a la distancia adecuada, y no molesten que les señalo con el foco de los apestados por salirse del rebaño.
En definitiva, el sentido común, ese impostor, es ese carcelero disfrazado de mayordomo que nos sirve, ceremonioso y convencional, una dieta restrictiva que nos impide devorar la vida.


Lo expresaba muy bien el poeta de Alejandría, K. Kavafis, en su poema "Un viejo", una reivindicación del "Carpe diem":
                                                  
                                                              
En el fondo de un bullicioso café
inclinado sobre la mesa, está sentado un viejo:
con un periódico delante, sin compañía.

Y en el abandono de su triste vejez
medita cuán poco gozó  de los años
en que aún tenía vigor, verbo y belleza.
Sa be que ha envejecido mucho; lo siente, lo ve.
                                                  Y, sin embargo, el tiempo en que fue joven le parece ayer.
                                                      ¡Qué poco tiempo hace, qué poco tiempo!
                                                        Ve cómo de él se burló la Sensatez;
                                                       y cómo en ella confió siempre -¡qué locura!-
                                                que falaz decía: "Mañana. Tienes mucho tiempo".
                                         Recuerda impulsos que contuvo
                                             y tanto gozo como sacrificó.
                                      Cada ocasión perdida se burla ahora
                                           de su sensatez sin seso....
 
                                         Pero de tanto pensar y recordar,
                                                               el viejo cae aturdido. Y se duerme
                                                                   apoyado en la mesa del café.
 
 El poema fue musicado por el ampurdanés Lluís Llach en esta versión, titulada "A la taverna del mar":


 
 
 
Para insistir en este linchamiento de la pareja de hecho posibilismo/sentido común, añadiré unas bellas palabras de Eduardo Galeano sobre la utopía:
 
Ella está en el horizonte.
Me acerco dos pasos,
ella se aleja dos pasos.
Camino diez pasos y el horizonte
se corre diez pasos más para allá.

Por mucho que camine,
nunca la alcanzaré.
¿Para qué sirve la Utopía?
Para eso sirve: Para caminar.
 
 
*Para Helena, claro.