lunes, 6 de abril de 2015

Vespasiano y las bragas de Belén Esteban

Hace unos días se realizó una encuesta, preguntando a la gente su opinión sobre la PPR introducida por el Gobierno (prisión permanente renovable, no confundir con Partido Popular Radical), un eufemismo -otro más- para no llamar a las cosas por su nombre: en este caso, cadena perpetua. El resultado fue de más de un setenta por ciento favorable a su aplicación. No hay como tocar las vísceras del personal para que su visión se transforme de justa en justiciera: ¿Y aquellos que firman, en un despacho, la sentencia de muerte para cientos de miles de inocentes, porque en su país hay petróleo? Estadistas con PPR (pensión perpetua renovable): conferencias, firma de libros, asesoría de multinacionales.
 Pero lo curioso fue que cuando, al echar números y saber a cuánto ascendía el gasto de mantener tantos años en la cárcel a los delincuentes, la opinión cambió de forma radical: poco más del treinta por ciento estaba de acuerdo con un castigo tan "desmesurado". La economía, el vital metal, de bastardo inquilino en el edificio de la justicia.

Hoy mismo, leo en el periódico la polémica levantada en algunos estados de EE.UU. acerca de leyes que marginan al mundo homosexual (sí, en EE.UU., en el año 2015). Gente que por una suerte -que en el fondo es desgracia- de objeción de conciencia, se niegan a vender productos a gays y lesbianas, o incluso a admitirlos en sus establecimientos, aduciendo motivos éticos o religiosos. Que conste que los religiosos los entiendo. Al fin y al cabo, las religiones son lo que son (esta frase es digna de Mariano Rajoy). Lo mejor del asunto es que las quejas ante este atropello a la dignidad  del colectivo homosexual han surgido desde las agrupaciones de grandes empresarios, unos gremios, en  principio, poco afines a sus reivindicaciones. ¿Cuál es el motivo de esta inesperada solidaridad?: una vez más, la pasta, el dinero. No son pocos los homosexuales con profesiones liberales, de alta capacidad adquisitiva, que resultan una clientela muy apetecible para cualquier empresario.

Abundan las personas para quienes la discreción, la defensa de la intimidad, de la vida privada, es esencial. Nada que objetar. Lo curioso es que muchas de ellas sigan programas de televisión vomitivos, verdaderas orgías del exhibicionismo más obsceno -pongamos que hablo de"Sálvame deLuis"-, con la regularidad con la que Cristiano Ronaldo se mira en el espejo. Para saber de qué va el asunto, vi uno de esos engendros, hace un par de meses. En él, Belén Esteban, al grito de que a ella nadie la llamaba "cerda", agitó unas bragas delante de la cámara, diciendo que ella las tenía más limpias que nadie. Cuando lo comento con sus admiradores, tan celosos ellos de la privacidad, su argumento es elemental: la susodicha gana en un mes lo que un mileurista (hoy en día, un potentado) en veinte años.  De nuevo, el dinero como patente de corso para justificar comportamientos.

El emperador Vespasiano, en la antigua Roma -yo no estaba-, decidió imponer una tasa a la orina que se vertía en las letrinas. Cuando su hijo Tito le recriminó este impuesto, y el origen nauseabundo del dinero recaudado, su padre le dio a oler una moneda de oro, y le preguntó si le molestaba su olor. Al responderle Tito que no, Vespasiano le recordó de dónde procedía. A esa anécdota se atribuye la frase latina "Pecunia non olet": "El dinero no huele". 
Lo que no estoy seguro es de que a Vespasiano no le oliesen las bragas de Belén Esteban.