jueves, 23 de noviembre de 2017

Pon un móvil en tu vida...





Considerar imprescindible el teléfono móvil, y no necesitar un móvil en la vida, es no mirar la luna y sí el dedo que nos la señala.
Con frecuencia, mi teléfono móvil se queja, me dice: "Necesito un respiro", y me hace llevarlo al balneario que, en su caso, es la tienda de reparaciones. Supongo que las aplicaciones, los whatsapps, la ingente cantidad de música que le incorporo, son para él vivencias análogas a nuestros achaques, decepciones, pequeñas alegrías. Son sus "vivencias tecnológicas". 
Y, ahora que no me escucha -lo tengo apagado- tengo que decir que vivo perfectamente sin él. Otra cosa es el móvil vital: ¿cómo vivir sin pasión, sin algo que tire de nosotros? Aquel que no se apasiona es un objeto con forma humana e interior vacío. Voltaire lo afirmaba respecto a la tesis central del Quijote: "A cierta edad, hay que inventarse pasiones para ejercitarse". Es decir, para estar vivos. En mi caso, zambullirme en un buen libro, ver una película que me emocione, pasear por la playa y ver el mar, y su reflejo en los ojos de los perrinos que por allí juegan, una botellina de sidra bien conversada con un amigo (si es amiga, mejor), dejar que el azar me regale momentos inesperados... 
El siempre recordado José Luis Sampedro decía que, llegada una edad, uno se planteaba más "vivir para quién" que "vivir para qué". Supongo que ambas cosas son compatibles. "El quién" - "la quien"- que me apasiona se beneficiará de mis pasiones, espero. 
Marcho a dejar el móvil en la tienda. Elsa Pataky no responde a mis llamadas.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Me duele todo



"El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad", dice Gabriel García Márquez. Si Gabo tiene razón, espero una ancianidad confortable. Para Margarite Yourcenar, "a cierta edad, para todo hombre la vida es una derrota aceptada" (Memorias de Adriano). Seguramente son comentarios emparentados. Lo que nos da la vejez es una colección de achaques, físicos y mentales. Perdemos audición y, sobre todo, capacidad de escucha; necesitamos gafas para cerca, gafas para lejos, gafas para encontrar las gafas. La mirada se vuelve torcida, esto es prejuiciosa. Bebemos cada vez menos y vamos a mear cada vez más; en lugar de interlocutores ("hablar entre"), pretendemos receptores pasivos (alguien dijo una vez que a Felipe González le cambiabas el interlocutor y no se enteraba...).

Nuestra presencia se vuelve difusa para los mayores e invisible para los jóvenes. La dictadura física nos impone virtudes ortopédicas. Nuestros mantras favoritos son: "en mis tiempos", "antes", "en mi juventud". Somos antepasados de nuestros antepasados. En la calle, la rubia de caderas ondulantes nos deja atrás con su ritmo de serpiente escurridiza y, no pudiendo seguirla, nos engañamos parándonos frente al escaparate de la tienda de pimientos morrones, que nos interesan menos que el nombre de los ansiolíticos que consume el logopeda de Rajoy.
Retornamos a la infancia y su catálogo de celos, vulnerabilidad, pretensión desaforada de reafirmación y protagonismo, sin viaje de vuelta, en tanto el tren del mundo continúa su trayecto, indiferente a unos espectadores reumáticos y atribulados. La memoria se va y...¿qué te estaba diciendo?.
Instalados en el otoño/invierno de la vida, "es benigno" son las palabras más bellas que podemos oír, según Woody Allen. Claro que eso lo dice un diplomado en hipocondría, que desayuna un plátano cortado en siete partes, desde que lo hizo por primera vez y no le sucedió nada malo. Una tontería: yo siempre lo corto en cuatro trozos. "¡Qué bien te veo!" no es un elogio, aunque necesitemos asumirlo como tal, sino la constatación de que estamos cerca de quien lo dice.
Una amiga me pregunta: "¿Cómo te encuentras?". "Con un GPS", estoy a punto de responderle. Pero la sinceridad se impone: "Me siento muy bien. Lo malo ye pa levantame".