viernes, 29 de enero de 2010

J. D. Salinger



Hacia mediados del siglo XIX apareció la obra literaria "Bartleby el escribiente", del escritor Herman Melville (autor de "Moby Dick"). En ella, un escribiente, ayudante de abogado, se niega a realizar cualquier labor que le reclame su jefe, mediante la expresión "Preferiría no hacerlo".


Esta actitud nihilista, cínica, pasiva o como queramos considerarla, instauró lo que posteriormente dió en llamarse "el síndrome Bartleby", aplicado en la literatura a todos aquellos autores que, habiendo escrito uno o dos libros valiosos, desaparecen definitivamente de la escena literaria y de la vida pública. Uno de los casos más conocidos es el del mexicano Juan Rulfo, autor de "Pedro Páramo" y "El llano en llamas"; pero, sin duda, el escritor más "bartlebyano" de la historia es J.D. Salinger, fallecido esta semana a la edad de 91 años.



Jerome David Salinger, nacido en el año 1919 en Nueva York y fallecido este miércoles a los 91 años, fue autor de cuatro libros, el primero de los cuales- "El guardián entre el centeno" (1951) - le dio fama universal. Hasta su fallecimiento, escribió otros tres libros de relatos, viviendo en una suerte de clausura personal, en un severo alejamiento de la vida pública que alimentó todo tipo de sórdidos rumores, a los cuales no fue ajena una de sus hijas, que aprovechó para sacar un libro lleno de detalles truculentos que darían para llenar varios programas de esos de teleporquería que tanto abundan.



"El guardián entre el centeno" es una historia de adolescencia contada en primera persona, con sus dosis de rebeldía, inmadurez pero también lúcido escepticismo ante el mundo de los mayores. Salinger acierta de lleno en el tono de la narración y de ahí que millones de lectores de todo el mundo se hayan sentido identificados en su etapa juvenil con el protagonista (curiosamente, suele ser el libro de referencia de muchos asesinos en serie -que nadie se dé por aludido-).



En estos tiempos en los que tanto se diluyen las fronteras de la vida pública y privada, en que los programas televisivos se nutren sin pudor de vísceras domésticas, cadáveres familiares en el armario y carnaza de vivos y muertos, no deja de resultarme atractiva la actitud de quien, habiendo alcanzado la gloria con una primera obra, se retira sigilosa y educadamente de la pasarela mundana. En cuanto a que si me gustaría enterarme de la sombría existencia de J.D. Salinger en plan de anacoreta y sus vicios privados... " preferiría no hacerlo ".

jueves, 21 de enero de 2010

Trenes



Con frecuencia utilizo el tren, unas veces para trasladarme a Grado donde un curso de informática tritura las escasas neuronas que me quedan, otras a Oviedo intentando capturar alguna película que merezca la pena, algún libro descatalogado (como yo). El ferrocarril es mi medio de transporte favorito -dejemos a un lado las sustancias alucinógenas- y quizá no sea ajeno a ello la multitud de películas y libros que situaron en él sus historias; sin embargo, al llegar a la estación de San Román de Candamo -mi pueblo- no puedo evitar una sensación de disgusto teñida de melancolía: ausencia de personal ferroviario, sala de espera cerrada, ninguna información acerca de posibles anomalías en los horarios...
Si bien este conjunto de circunstancias propicia una sensación de incomodidad, es la ausencia en sí misma de antiguos jefes - y jefas, la corrección política ante todo- de estación lo que más duele. Durante años, no sólo habían realizado su labor con exquisita profesionalidad (tanta, que en ocasiones yo viajaba más motivado por el origen del trayecto que por el destino del viaje) sino que también habían desarrollado el arte sutil de enraizarse con la población; nada extraño : Lucía, Natalia, Susana, María José y Javi, cálidos y cercanos, lograban el sortilegio, recibiendo a un vulgar tren de mercancías y transformándolo en el Transcantábrico.
La utilización de estaciones y trenes como metáforas de la vida es bien conocida. Se habla de "perder el tren" dándole el significado de dejar escapar una ocasión única; por otro lado pienso que las estaciones, como la propia vida, son lugares de paso, sitios en los que recibimos y despedimos seres queridos; espacios en los que lo provisorio - no en vano los protagonistas son "pasajeros"- otorga un aura de irrealidad, entrando en la categoría de lo onírico (y "la vida es sueño", dejó dicho el clásico).
Trenes con recorrido monótono y ajeno, encarrilados doblemente en las vías y la rutina, como atolondrados seres humanos apresados en estrechos y convencionales caminos; raíles próximos y paralelos, soportando violentas cargas, necesitándose mutuamente y que nunca se han de juntar, como personas vulnerables y solitarias, con el corazón devastado en una eterna noche de invierno.
La vida, juguetona y caprichosa, nos empuja con sus azarosas circunstancias a subirnos a un tren y no a otro, viajeros ignorantes de dónde venimos y a dónde vamos que a menudo encontramos el ferrocarril necesario cuando ya no tenemos acceso al andén ni posibilidad de sacar el billete.
Cuando esto sucede es el momento - siendo conscientes del apeadero donde nos hallamos- de desear el mejor viaje para un tren que no está a nuestro alcance.

viernes, 8 de enero de 2010

Nieve


El año nuevo llegó con traje níveo, como un visitante ilusionado e ingenuo vestido con ropajes de pureza. Los que estamos vacunados contra la uniformidad y la rutina - esas dos amantes omnívoras de efectos castradores- recibimos expectantes la llegada de la nieve que, contundente y silenciosa, impone una tregua en un mundo acelerado y sin rumbo, como esas gripes febriles que durante unos días nos apartan del torbellino invitándonos a reflexionar acerca de dónde estamos.

En estos primeros días del año, en los que asoman proyectos y deseos que suelen quedar arrumbados en el desván de los objetos inútiles, la nieve cae apacible y discreta, en una suerte de silenciosa protesta frente al ruidoso y hueco peregrinaje del hombre contemporáneo. Una nieve que ya no puede convocar el hechizo de la sorpresa, cautivo de la sobreinformación meteorológica que llueve sobre el ciudadano en gotas de tecnología.

La nieve, un fenómeno más emocional que físico, cae en un abrazo cálido, como azúcar endulzando el café amargo de nuestras vidas, rescatando en nosotros un vestigio de mirada límpida, devolviéndonos fugazmente nuestra infancia, en una peculiar operación retorno en la que el accidente más grave es un simple resbalón. Otras caídas, irremediables y dolorosas, llegarán más tarde, después de que la nieve desaparezca sin despedirse.

Mientras tanto, en su presencia, levantamos la vista hacia el cielo: una nube blanca, fiel reflejo del manto que nos rodea, nos sonríe. En ella quisiéramos situar a los seres queridos que nos dejaron, y hacia allí dirigir nuestro próximo viaje.