viernes, 8 de enero de 2010

Nieve


El año nuevo llegó con traje níveo, como un visitante ilusionado e ingenuo vestido con ropajes de pureza. Los que estamos vacunados contra la uniformidad y la rutina - esas dos amantes omnívoras de efectos castradores- recibimos expectantes la llegada de la nieve que, contundente y silenciosa, impone una tregua en un mundo acelerado y sin rumbo, como esas gripes febriles que durante unos días nos apartan del torbellino invitándonos a reflexionar acerca de dónde estamos.

En estos primeros días del año, en los que asoman proyectos y deseos que suelen quedar arrumbados en el desván de los objetos inútiles, la nieve cae apacible y discreta, en una suerte de silenciosa protesta frente al ruidoso y hueco peregrinaje del hombre contemporáneo. Una nieve que ya no puede convocar el hechizo de la sorpresa, cautivo de la sobreinformación meteorológica que llueve sobre el ciudadano en gotas de tecnología.

La nieve, un fenómeno más emocional que físico, cae en un abrazo cálido, como azúcar endulzando el café amargo de nuestras vidas, rescatando en nosotros un vestigio de mirada límpida, devolviéndonos fugazmente nuestra infancia, en una peculiar operación retorno en la que el accidente más grave es un simple resbalón. Otras caídas, irremediables y dolorosas, llegarán más tarde, después de que la nieve desaparezca sin despedirse.

Mientras tanto, en su presencia, levantamos la vista hacia el cielo: una nube blanca, fiel reflejo del manto que nos rodea, nos sonríe. En ella quisiéramos situar a los seres queridos que nos dejaron, y hacia allí dirigir nuestro próximo viaje.

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