Para el viaje, llevo dos gratas compañías: el libro "Memorias de Adriano", de Marguerite Yourcenar, y la música del cantautor cubano Silvio Rodríguez. De ambos pienso poner algo al final de esta entrada, en un intento de embellecer de algún modo este día "delcorteinglés".
A la llegada a Oviedo me recibe un sol de invierno, tímido y escurridizo, como esas apariciones que uno acoge con alborozo pero que, distantes, refulgen sin calentar. La calle de Uría, espaciosa y altiva, me lleva hasta el mercado en una especie de tránsito de lujo hacia arrabales más humildes y confortables. La plaza del Fontán, remodelada - no sé si con buen sentido o con poco respeto- continúa siendo una zona sumamente acogedora, aun para los nostálgicos lectores de "Tigre Juan" de Pérez de Ayala.
El batiburrillo propio del mercado difumina regocijos y pesadumbres, llevándonos de la mano a un perezoso deambular que, inconscientemente, persigue encontrar algo sin haberlo buscado, como tantas veces sucede en nuestra vida.
En el primer puesto de libros me encuentro con "Adiós a todo eso", de Robert Graves. La temprana autobiografía de un gran escritor a quien se suele relacionar con "Yo Claudio", pero que es mucho más: autor de un montón de libros entretenidísimos sobre mitología clásica, históricos, relatos cortos, poemas..., situó su residencia en Deià (Mallorca), tras la primera guerra mundial y un matrimonio fallido - quizá también podríamos decir tras un matrimonio que fue una guerra, y un mundo fallido - .
Con el libro en el bolsillo, avanzo unos metros para toparme de bruces con la célebre escultura dedicada a las vendedoras; un amanecido iluminado, maltrecho de todas las acometidas de la noche, le regatea precios con la disciplina de un turista en el bazar de Estambul. El surrealismo al lado de un puesto de berzas.
Casa Ramón es un lugar todo lo castizo que reclama su entorno; mientras que reposto allí, oigo gritos acalorados denunciando desde un puesto a una señora emperifollada que pretendía huir con las gafas que decía probarse. Crisis de decencia, gafas posmodernas para gente que no sabe mirar, salvo para hacerlo hacia su ombligo.
En tanto me dirijo al Campillín, que los domingos funciona como prolongación natural del Fontán, un travieso San Valentín me susurra al oído que - Corporación Dermostética al margen- la gente no debería de quererse porque se necesite, sino necesitarse porque se quiera. "Tenía que haberlo pedido con Casera", se me ocurre.
Allí encuentro los objetos más inesperados, envueltos en un concierto de voces discordantes que alaban una mercancía de venta imposible en muchas ocasiones. Todo un arte se desparrama, elogiando artículos de calidad más que dudosa; virtuosos de la charlatanería rivalizan cruzando palabras como espadas en el aire. "No se trata de huir de la soledad - tan fértil, por otro lado-, sino de sentir juntos, mirando en la misma dirección", vuelve a la carga Valen, que se ha puesto cursi. Adelantamos a una pareja de ancianos que, cogidos de la mano, comparten cariños y añoranzas: desarmado en su palabrería, el pelma del santoral desaparece como por arte de brujería. "Pelea feroz contra la rutina, y un pequeño San Valentín cada día", me digo, como si fuese un cardiólogo recetando a sus pacientes enamorados , un acomodador de una sala de cine que mira la película desde la distancia.
Las grandes composiciones suelen brotar de la desdicha, del desamor, del dolor humano en general. De un corazón devastado puede salir arte, de uno satisfecho sólo podemos esperar artificio. Como ejemplo, la letra de una canción de Silvio Rodríguez, sobre un amor imposible:
Lo de M. Yourcenar quedará para otro día, si es posible. Termino esta entrada en el blog con cierto tinte melancólico escuchando al maravilloso Neil Young y su canción "Such a woman": la fragilidad del corazón expuesta con una eficacia que nunca alcanzarán mis torpes palabras.(Está en Youtube).