miércoles, 24 de junio de 2015

¿Hay alguien ahí?

¿Existe Dios? ¿Y  el más allá?  No sólo eso...¿es un personaje real el logopeda de Rajoy?.
Luis Buñuel, en su amena autobiografía "El último suspiro", afirma que es "ateo gracias a Dios". Tampoco Woody Allen cree en el más allá pero, por si acaso, "siempre anda con una muda limpia" (no se refiere a su pareja). Para el filósofo Nietzsche, es el hombre quien, pretendiendo huir del desamparo -pero, evidentemente, éste es más rápido- ha hecho a Dios a su imagen y semejanza.
Al respecto, es muy conocida la teoría de la tetera, del filósofo y matemático Bertrand Russell, una de las mentes más lúcidas del siglo XX (aún no había nacido Paquirrín). Decía Russell que si él sugiriera que hay una tetera en el Universo, girando alrededor del Sol, nadie podría decirle que no era cierto, siempre que él afirmase que era demasiado pequeña para ser vista. Y que si tal aseveración se publicitase cada domingo, y se inculcase en las mentes de los niños desde las escuelas,  aquel que dudase de ella sería considerado un excéntrico, objeto de psiquiatra o, peor aún, del Tribunal de la Inquisición.
Por mi parte, escéptico/pesimista por naturaleza (y por la nefasta influencia de los espejos, todo sea dicho), confieso que ya me cuesta creer la existencia real de Charlize Theron, como para meterme en otros berenjenales metafísicos. Simplemente, comparto la sensación del poeta César Vallejo: "Nací un día en el que Dios estaba seriamente enfermo".

lunes, 22 de junio de 2015

La nueva religión

Estaba yo merendando un café con suspiros -y con galletas- cuando lo oí: el FMI, Fondo Monetario Internacional  (o tal vez Fábrica Masiva de Indigentes), reclama a España contención salarial, subida del IVA y mayor flexibilidad laboral (de eufemismos, andamos sobrados). ¡Más madera! En la película "Los hermanos Marx en el Oeste", se utiliza la madera de los vagones del tren para alimentar la locomotora. La escena siempre me pareció una mordaz crítica al capitalismo, tal vez involuntaria; o tal vez no: este otro Marx (Groucho)  también era muy listo.
El siglo XXI ha amanecido aportando otra religión más a las ya tradicionales: el Economicismo. A las catedrales, mezquitas, sinagogas...se añade ahora el templo religioso de la posmodernidad: Wall Street (y sucursales). Esta nueva religión, el fundamentalismo económico, promete, como todas, la redención a base de sacrificio; la flagelación, el martirio, como medios de alcanzar un incierto paraíso (el tangible, el fiscal, se lo reservan los popes de este nuevo evangelio). Y su reino, de igual forma, no es de este mundo: las ventajas no se ven por lado alguno.
Tenemos, así, que la antigua Economía, aquella ciencia abstrusa con peligrosa inclinación a considerar a las personas como decimales humanos, se ha transmutado en pura Teología, exigiendo del sufrido feligrés, como siempre, la fe ciega (toma pleonasmo) que en España, naturalmente, desarrollamos en forma de fe "Mariana". Y no olvidemos, con Borges, que la teología es "la perfección de la literatura fantástica".
El discurso/propaganda de la nueva religión global encuentra el campo abonado en todos aquellos sitios en los que las religiones tradicionales han sembrado: halla ahí un humus de culpa, en el que se cotiza el dolor y se estigmatiza el placer, el goce de la vida. El hedonismo, en fin, como temible catecismo pecador que nos arrastra a los infiernos.  La expresión "Por mi grandísima culpa", todo un apogeo masoquista de la culpabilidad, es utilizado por la escuela neoliberal, prolongándolo en  el mantra "vivir por encima de mis posibilidades". Ya en el siglo XVI Étienne de la Boétie habló de ello en su obra "Discurso sobre la servidumbre voluntaria".
Para no salirse del mensaje esperado, se nos dice igualmente que no hay salvación fuera de su doctrina. Pero algunos escépticos, irremediables partidarios de la vida, del ser humano, pensamos todo lo contrario. Algunos radicales incurables somos más partidarios de la mitología griega.
 

miércoles, 3 de junio de 2015

Pérez Reverte, Arturo

Los lectores de poca lectura, aquellos que permanecen estáticos -que no extáticos- en las ciénagas de las listas de libros más vendidos, lo llaman Reverte. No conocen a Javier Reverte, ni mucho menos a Jorge M. Reverte, escritores que, aún siendo menos populares, le dan mil vueltas a Arturo. Basta con leer cualquiera de los libros "viajeros" del primero (pongamos "Corazón de Ulises"), o alguno de los de Jorge sobre la reciente, y tristísima historia de nuestro país (un ejemplo, "La furia y el silencio"), para llegar a la conclusión de que las novelas de Arturo Pérez Reverte son de segunda fila.
Arturo Pérez Reverte avanza por la intrincada selva literaria a golpe de testosterona. Uno ve en él a la cabra de la Legión avanzando, impertérrita (pero, eso sí, marcando el paso ante las autoridades), jaleada por el populacho. Muchas de sus novelas, de capa y espada decimonónica, no son otra cosa que un Alejandro Dumas a quien Arturo le ha hecho un lifting. En ellas vemos mucho soldado español, casquivano pero valiente,  con una honestidad basada en principios inmutables (vamos, los de toda la vida) enfrentado a pérfidos foráneos, cobardes y lameculos. Al cocido literario le echa un poco de corruptelas de los que mandan; como Cid Campeador, Arturo proclama "qué buen vasallo si hubiese buen señor".
En su faceta opinante como columnista/tertuliano, Pérez Reverte es un moralista justiciero escandalizado por la incultura y corrupción del país en el que vive. Ahí introduce mucho exabrupto, calculado para fabricar esa imagen rompedora, ese personaje prefabricado que dice las verdades al lucero del alba (sobre todo si da réditos la nocturnidad). El taco, que oportunamente puede perseguir  una frase, perfilándola, dándole brillo, se transmuta aquí de complemento en protagonista: primero se suelta el "gilipollas "(un suponer) de turno, y luego ya se verá con qué palabras lo arropamos.
En definitiva, Arturo Pérez Reverte me resulta, como escritor, un autor de novelas prescindibles, y como personaje todo un engaño (un "montaje" diríamos en estos tiempos) muy oportuno para la simple visceralidad de aquellos que "lo tienen todo muy claro". ¡Qué lejos estoy yo, pescador de sueños en un mar de dudas!.