jueves, 17 de diciembre de 2009

Belén Esteban y Proust



Estaba en la tarde de ayer tomando un café con magdalenas, delante del televisor, cuando salió en la pantalla Belén Esteban hablando de Proust. "¿Será posible?" me dije. Me pregunté si la transformación que estaba presenciando era en realidad una alucinación mental propia de mi avanzada edad, si tal vez el programa exhibía un refinado espectáculo del reputado mago D. Copperfield o si, simplemente, el frío de estos días me había llevado a pasarme con las gotas de coñac en el café. Sea como fuere, presté atención: "Prefiero a Stendhal; al principio me resultó más áspero, pero ahora no puedo prescindir de su compañía". "De todas formas, no hay día de paseo por el parque en el que no lleve conmigo a los dos; cada uno tiene su atractivo y, en el fondo, me sirven de apoyo". "Lo que me resulta más duro es quitárselos a mi hija Andrea (la niña de mis ojos); creo que en lo de sensible es igual que su madre".

No salía de mi estupor. "!Seas quien seas, sal de su cuerpo!" me dije, lamentando que mi atávico agnosticismo me impidiese reclamar los servicios del necesario exorcista. "Por lo visto, su nuevo aspecto ha trascendido al interior, proyectando en él una nueva personalidad", pensé boquiabierto (para introducir una magdalena). Tal vez eso es lo que, en el fondo, buscan quienes se meten en los temibles quirófanos a enfrentarse a gratuitas - en la necesidad, no en el bolsillo- operaciones estéticas: dejar de ser quienes son, insatisfechos consigo mismo, incorporando una nueva personalidad a golpe de talonario.

Seguí escuchando: "Y es que mi Alain era muy cariñoso; aburrido, sí, pero la pareja más cariñosa que he tenido en toda mi vida. Si no fuese por esa manía tan rara que tenía de pasarse horas y horas leyendo...Tengo muy buen recuerdo suyo de él: ya ves que hasta le puse el nombre de sus dos escritores favoritos a mis perros, a pesar de que Andrea estaba empeñada en ponerles Kevin y Borja Mari".

Terminé de merendar, dando paso a la digestión, y me dije que la vida , esencialmente, no era la simple acumulación de años sino el adecuado metabolismo de lo que se ha introducido en ellos, y que un rostro que renuncie al mapa de sus vivencias es como una de esas carpetas que tenemos guardadas en nuestro ordenador, vamos al apartado "Documentos", la abrimos... y resulta que está vacía.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Memorias de ultratumba




Cuenta Eduardo Galeano que en un cuartel de Sevilla ponían a un soldado de guardia delante de un banco. Llevaban haciéndolo treinta y cuatro años. Un día un comandante se preguntó la finalidad de esa medida y, revolviendo papeles en su despacho, encontró la resolución del enigma: resulta que, hacía más de tres décadas, lo habían pintado y, para evitar que alguien se sentase en él, habían establecido el servicio de guardias. Y así seguían. Esta anécdota ilustra muy bien el sinsentido y la rutinaria vulgaridad del mundo cuartelero.

Tenía pendiente una entrada en el blog para referirme al servicio militar. El título de arriba, "Memorias de ultratumba", lo robo de la obra de Chateaubriand, para evitar ese otro tan socorrido de "Historias de la puta mili". Si el temible alzheimer es una amenaza cobijada en un futuro más o menos distante, la desmemoria selectiva es una bendición que nos permite echar por la borda obstáculos y aflicciones que entorpecen nuestro viaje. Pese a su benéfica compañía, rescato aquí algunas escandalosas imágenes que fotografían un poco aquello tan absurdo como patético conocido con el nombre de servicio militar obligatorio.



Andén de la estación de la Renfe de Oviedo, julio de 1976: mientras que el país se viste de calor y esperanza, un grupo de chavales forman en dos filas custodiados por un sargento vocinglero que patea la gramática, adelantado del celebérrimo Tejero. Una isla sin derechos civiles, en medio de un enjambre apresurado que nos contempla con curiosidad: "¿Pepe, esos van presos? -"Seguramente; serán demócratas o algo peor" "¿Compraste el Marca?". En un intento de alejarme lo más tarde posible de mi condición de persona civil, llevo en la mano un libro de Francisco Umbral, "Memorias de un niño de derechas", que acabo de comprar.

Campamento de Camposoto (Cádiz): hacemos ejercicio de tiro con unas armas en condiciones de precariedad absoluta -como nuestros ánimos-. Delante de mí, sale una ráfaga que se estrella contra el suelo, rebota y se instala en el abdomen de un pobre chaval. Ante la tragedia, los mandos deciden un cambio de planes; abandono del escenario y, en un elemental tratamiento psicológico de choque ("evitemos que piensen"), nos ponen a conquistar un hipotético territorio enemigo infestado de avispas. Por unas horas, los cerebros se desplazan del compañero moribundo a las molestas picaduras.

Había un joven unos cuantos años mayor que los demás que había postergado la entrada en el servicio militar al estar realizando estudios de literatura en París (nada menos que en la Sorbona). Hacía unos días que me había pedido el libro de Umbral, y se encontraba a mi lado en formación mientras el teniente coronel - habían echado mano de un alto cargo, la cosa era grave- nos arengaba utilizando (en el sentido más peyorativo y obsceno que se pueda concebir) al chaval que agonizaba: "estuve visitándolo en el hospital, y me dijo que lo único que sentía era no poder jurar bandera con vosotros y servir así a la patria". Y continuó : "los que nacimos para mandar..." En ese momento, el sentido cívico del que estaba a mi lado, empapado de aroma francés, no pudo aguantar y dijo." !Quería más que se hubiese cagado en mi madre!".

Nuestro compañero falleció dos días después.



Al campamento llegaron unos legionarios realizando una campaña de propaganda para captar gente para su cuartel: tenían un permiso extra de recompensa a partir de cierto número de "convencidos". Pusieron diapositivas ensalzando el espíritu aventurero, descamisado y veloz de la Legión, rematando el discurso con un argumento que a nadie dejaba indiferente (y más en nuestras circunstancias): los legionarios cobraban más. Que "cobraban más" se pudo comprobar enseguida, en el barco que trasladaba a los voluntarios recorriendo el estrecho de Gibraltar. Concretamente, a un vecino de mi pueblo le rompieron un tímpano y, con las complicaciones subsiguientes, pasó más de un mes en el hospital. Lamentablemente, de los asturianos que habíamos llegado al campamento se fueron para la Legión un ochenta por ciento. Como siempre pensé que lo más sensato de esa institución era la cabra, me dispuse a ir para donde me tocase. Y ese "donde" fue Regulares de Tetuán, nº 3, Ceuta.

Era un cuerpo militar de gran tradición, creado con tropas indígenas, en donde había estado Franco de teniente. Precisamente en mi compañía - no pretendo decir que Franco estuviese conmigo, la "compañía" era la palabra que designaba a un grupo de soldados que convivían bajo el mismo techo- había una foto del susodicho enfrente de mi cama; fue entonces cuando cogí la costumbre de dormir boca abajo. Las actividades de un día normal consistían en gimnasia, instrucción militar y salida al monte "a pegarse barrigazos" . La comida del mediodía era aceptable; el desayuno, líquido turbio desconocido; a la cena, ni se iba..!pa qué!. De todas formas, la calidad de lo que comíamos dependía totalmente del capitán encargado de supervisarla cada mes y estaba directamente relacionada con su mayor, menor o nula honradez. De hecho, dependiendo de a quien le tocase de "capitán de cocina", ya sabíamos con anticipación qué tal íbamos a comer. El presupuesto para comida era inalterable, pero la honestidad mudaba.

La higiene dejaba mucho que desear; abrir el grifo y que no saliese agua era lo habitual. Como había que afeitarse, lo hacíamos con Casera (!no íbamos a hacerlo con cerveza!). No muy lejos del cuartel había una peluquería con unas duchas, que ingresaba mucho más dinero por este servicio que por el corte de pelo.

El corte de pelo que obligatoriamente teníamos no era, naturalmente, por higiene: era, como todo lo demás, una medida destinada a despersonalizarnos, a uniformarnos: llevábamos uniforme para no distinguirnos individualmente, la instrucción y el desfile consistían en hacer todos los mismos movimientos al mismo tiempo -desde fuera se veía una masa sin distinguir sus componentes- y el razonamiento, la lógica y el preguntarse por qué eran algo tan admitido como un solomillo en una reunión de un club vegetariano. Objetivo claro: arrebatarte todo tipo de personalidad, que el individuo dejase de ser un ente como tal y se transformase en cosa masificada. Obediencia ciega a la jerarquía cerril, semianalfabeta, que se llenaba la boca con la palabra patria; servicios a la patria eran, por ejemplo, que uno que ejercía de fontanero en la vida civil fuese a arreglar las averías del agua a casa del comandante...sin cobrar, claro. Había ocasiones en las que las cañerías averiadas eran de todo tipo y la cosa se complicaba, ya se sabe lo delicado que es la infiltración del honor en el terreno militar.

Algunos compañeros escogidos formaban el S.I.M. (servicio de inteligencia militar). Se encargaban de infiltrarse en las conversaciones de la gente, vistiendo ropajes de camaradería, para denunciar a aquellos sospechosos de ideas separatistas, revolucionarias, independentistas o que pudiesen atentar contra el orden establecido. Los vascos les daban mucho juego. Si conseguían buenos resultados, es decir, si denunciaban a muchos compañeros, se ganaban permisos extras.

Teníamos un veterano que no había podido disfrutar de su permiso: había coincidido con la "Marcha verde" sobre el Sáhara y se tragaba la mili entera, sin tregua. Este se escribía cartas a sí mismo. "La soledad era esto" tituló años después Millás una de sus mejores novelas. También había un andaluz, estragado de fatigar el campo, que ganaba cien pesetas en cada apuesta por comerse lagartijas...!vivas!. Pienso que este hombre sería hoy en día la atracción central de un programa de máxima audiencia en televisión.

Finalmente, muchos años después y mucho más viejos, nos licenciábamos: los cabos primeros, un día antes, para no coincidir en el mismo barco que los compañeros soldados; de lo contrario, el buque se convertía en el escenario de un ajuste de cuentas largamente esperado. Ya se sabe que para medir la catadura moral de un individuo basta con verlo mandar sobre alguien.

Se le atribuye al inmenso Goethe esta frase : "Prefiero la injusticia al desorden". Esta majadería fascistoide resulta, en el fondo, consoladora: no sólo los mediocres decimos estupideces. Tal vez le faltó entrar en detalles: "Prefiero la injusticia al desorden, salvo que la injusticia me atropelle a mí". Desde mi antiautoritarismo visceral (colegio de San Luis y Regulares de Tetuán son escenarios de los que no se puede salir indemne) me gustaría preguntarle :¿Qué clase de orden se puede construir desde la injusticia? Quizá el de la arbitrariedad caprichosa, tal vez el del despotismo, acaso el del gran hermano de Orwell...