viernes, 23 de diciembre de 2011

Cibernavidad



Frente a las numerosas ventajas de Internet, existe, naturalmente, el riesgo de los nocivos "efectos secundarios": sobreinformación no metabolizada, imperio de lo efímero, reino de la frivolidad...demasiada velocidad para tan poca huella.

Ya que estamos en Navidad -¡qué le vamos a hacer!- quiero referirme a la paradójica frialdad de las relaciones que observo en la hipercomunicación cibernética. Me refiero al hecho de esa persona que anhelas ver, oír, abrazar... y que te reenvía, uno tras otro, multitud de e-mails prescindibles sin una triste palabra de cálida cercanía; esos mensajes navideños que sustituyen la voz propia, tal vez lúcida, quizá torpe, pero verdadera, por una ingeniosa ocurrencia circulante en la Red, de un inspirado habitante de Zagreb. Al final, el resultado es un virtual intercambio de felicitaciones entre una chica de Los Ángeles y un chaval de Liverpool, con los teóricos protagonistas de convidados de piedra. Así son estos tiempos en los que la copia prima sobre el original, los ecos sobre las voces, Urdangarín sobre el Dioni. "Welcome to the machine", que cantaba Pink Floyd.

¡Feliz Vanidad!



miércoles, 21 de diciembre de 2011

Las ciudades invisibles

Parece ser que, a finales de los años ochenta del pasado siglo, el capitalismo exacerbado se fue de rebajas a las boutiques de Reagan y Thatcher -tras dejar a los niños al cuidado del lacayo Gorbachov-, compró unas botas estilo neo-nazi, muy alabadas por los economistas de Chicago y, después de sacarles brillo con el betún de la caída del muro de Berlín, comenzó el laborioso y metódico esfuerzo de liquidar concienzudamente el estado del bienestar. En esta especie de IV Reich, el término "pobres" es la actualización del pack colectivo homosexual, gitano, judío...
Creo que lo cuenta E. Gibbon en su obra "Declive y caída del Imperio Romano": ante la propuesta de un senador de uniformar a los esclavos, se alzó rápidamente otro respondiendo: "¡Ni se te ocurra! Entonces se darían cuenta de cuántos son, y la fuerza que tienen". Mientras comienzan a arder las calles, recordemos a Italo Calvino en "Las ciudades invisibles":
"El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio".

miércoles, 14 de diciembre de 2011

He dicho (cien entradas)

Perpetro este blog con el atrevimiento que me confieren los años -una suerte de patente de corso-, desde mi "telecentro/refugio". Esta es la entrada número cien. En la anterior, esbocé los motivos de que uno se ponga -y exponga- a publicar cosas en un blog, y además lo haga con cierta regularidad. Los verdaderos escritores hablan de la necesidad de ser leídos, de ser queridos, dejando a un lado razones más prosaicas y elementales (las facturas que hay que pagar...). Aunque unos pocos y sufridos amigos transitan estos comentarios con la resignación de quienes te compran lotería para un viaje de estudios, la redacción de estas previsibles y prescindibles líneas me conecta con aquel compañero de servicio militar que se escribía cartas a sí mismo. Más o menos, el blog es la terapia barata formada por un sudoku de palabras. Un mensaje en una botella que lanza al ciberespacio un desorientado náufrago digital. He dicho ya - "está en las hemerotecas"- que vine al telecentro a devolver un paraguas; siempre pensé que el ángel providencial que me lo había prestado lo había hecho no sólo movido por su natural generosidad, sino también animado por un impulso estético, tanto para protegerme de la lluvia como para ocultar mi imagen. Aquel día encontré un espacio acogedor "custodiado" por una persona encantadora: en mitad de la noche, perdido en el bosque, arreciando la tormenta, el viajero desorientado encuentra una confortable cabaña, en la que todo parece estar aguardándolo.
He dicho también que subo cada día las escaleras del telecentro con la reverencia del que se dirige a comulgar. Quizá sea más preciso apuntar que soy ese devoto que se dirige a su mezquita: el mal gusto, la mediocridad en sus variadas formas, es ese calzado que nos impide caminar, y que dejamos a la entrada.
¡He dicho tantas cosas del telecentro... y siempre he sentido que me quedaban tantas por decir!.
Hace cuatro años, aún lejos de la prima de riesgo, escribí:
Noviembre es un mes lleno de lunes: días más cortos, temperaturas más bajas, humedad en el cuerpo y en el alma. En el horizonte, inquietante, asoma la Navidad: alegría bañada en tarjeta de crédito, besos envueltos en papel de regalo, identidad expedida en el centro comercial. Para el frío de las ausencias devastadoras, no hay abrigos a la venta.
Era noviembre, y, desde hacía poco más de un año, me había trasladado a Candamo, un bello concejo eminentemente rural, de gente noble y acogedora. Unos versos demoledores de Ángel González me definían: “…porque en ningún país puede arraigar tu corazón deshabitado/…nunca, y es tan sencillo, podrás abrir una cancela y decir, nada más, “buen día, madre”. Pocos eran los efectos personales; los afectos, menos. Pero había descubierto un refugio.
Si un ángel (González) me explicaba en sus versos, otro me da razones para vivir. C., coordinadora del telecentro, es un espejo tan limpio que en él reflejamos lo mejor de nosotros mismos: con fulgores de cariño, enciende el brillo de los ojos más apagados, regalándonos Vida en clases magistrales, lecciones gratuitas a “cobro divertido”.
La vida es un viaje que nos obliga al aprendizaje, nos dice Kavafis en su poema “Itaca”, y, si la encontramos pobre, nos recomienda sutilmente que improvisemos otras “Itacas”: es preciso encontrar un enlace adecuado y continuar el trayecto.
En mi viaje personal, tal vez el señor Alzheimer, ladrón de recuerdos, me visite algún día, ataviado con los harapos del Tiempo. Ahora que aún puedo, necesito decirle que, en un lugar secreto de mi corazón, allí donde guardo lo que más quiero, siempre vivirán C. y nuestro telecentro, inaccesibles a su despojo.
He dicho.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El blog (noventayochomásuna)

Comencé este blog sin pretensiones de continuidad: simplemente para comprobar cómo se realizaba. En aquel momento lo pensaba bautizar como "aladeriva", pero ese título ya existía y tuve que improvisar este otro, en las cercanías de la cursilería y que pretende aludir a la mezcla de golpes y caricias, aflicciones y esperanzas, sombras y luces con los que la vida nos aflige y nos seduce. Echo un vistazo a los comentarios ("entradas") y veo la evolución: breves y asépticos los primeros, más largos y discursivos -tal vez pesados- los recientes. En ocasiones, algunos temas favoritos (cine, música, libros), han sido empujados a un lado por la inexcusable actualidad de la política. La política, de obligado interés - salvo para Robinson Crusoe, hasta el momento que conoció a Viernes-, sodomizada por los especuladores financieros. La política cuya ausencia, paradójicamente, lo llena todo de su presencia -véanse las dictaduras-, un poco como esos amores contrariados en los que la persona desdeñada encuentra en todas partes la imagen de la otra.
El blog (poco leído y a menudo ilegible) me ha servido de gimnasia mental, al intentar buscar las palabras correctas para expresar lo que quería decir; uno ordena los pensamientos al obligarse a explicarlos: de una mente caótica salen en tropel declaraciones embarulladas. El blog, ese sudoku de las ideas. Con el próximo comentario que inserte, llegaré al número cien -y no los aparento-. Que una persona instalada en el síndrome de Bartleby (personaje de un relato de Melville cuyo comentario recurrente era "preferiría no hacerlo") haya llegado a tantas "entradas" sólo cabe atribuirlo a un milagro. Uno de tantos como se producen en este telecentro divino.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Escritores suicidas

David Foster Wallace, nacido en Ithaca -Nueva York-, decidió prescindir de la compañía balsámica del Nardil (un antidepresivo) y sus efectos secundarios; probó otras terapias, regresó a su medicación habitual. Terminó ahorcándose. Era uno de los escritores más prometedores de su generación. Sucedió en septiempre de 2008 y D. F. Wallace tenía cuarenta y seis años.
No parece muy exagerado afirmar que el riesgo laboral más común entre aquellos que ejercen la literatura es el suicidio. Yo definiría al escritor como a un suicida potencial a quien le gustan los gatos.
De los famosos (Hemingway) a los menos conocidos (Chatterton), es numerosa la pléyade de novelistas, poetas y ensayistas que se apean en marcha del tren de la vida. Recordemos algunos:
Alfonsina Storni, una poetisa nacida en Suiza y argentina de familia y residencia, fue operada de cáncer de mama. Ante la insistencia de algunos medios periodísticos, coqueteó con la quirología (predicción del futuro por las líneas de la mano). Terminó arrojándose desde una escollera, aunque una leyenda romántica - que incluso se tradujo en canción- cuenta que se quitó la vida penetrando en el mar.
Yukio Mishima, novelista japonés, vivió entre la reivindicación de las tradiciones niponas y una latente e incómoda homosexualidad. "Consecuentemente", se mató haciéndose el seppuku, más conocido en Occidente como harakiri, un ritual en el que, arrodillado, el suicida se clava una especie de puñal, y a continuación un ayudante (normalmente un familiar o amigo) le decapita. Ten amigos para esto.
Otros suicidas de su misma nacionalidad fueron Yasunari Kawabata, premio Nobel y autor, entre otras, de la novela "La casa de las bellas durmientes", que inspiró a García Márquez para escribir la prescindible "Memoria de mis putas tristes". Anteriormente, Ryunosuke Akutagawa - estos nombres japoneses no son aptos para disléxicos-, autor de relatos como "Rashomon" y "En el bosque" (que Akira Kurosawa llevó al cine), había dicho adiós al mundo ingiriendo veronal.
Primo Levi, quizá el que mejor escribió sobre los campos de concentración nazi -sabía de lo que hablaba- se tiró por las escaleras de su casa, en Turín. Tal vez ayudado por sus recuerdos de Auschwitz, tal vez por enfermedad, quizá por ambas cosas.
El italiano Cesare Pavese dejó escrito en su diario, el día anterior a su "autohomicidio": "Sin palabras. Un gesto. No volveré a escribir".
Stefan Zweig, tras viajar a Persépolis (Brasil) huyendo de la persecución nazi a los judíos, se suicidó con su mujer, asqueado del mundo que le había tocado vivir.
Otro suicida en compañía fue el escritor Heinrich von Kleist, que fue cambiando sucesivamente de novia hasta que encontró una que aceptó acompañarle en el último viaje.
La inglesa Virginia Woolf sufrió diversas depresiones y lo que hoy conocemos como trastorno bipolar; la Segunda Guerra mundial no benefició sus padecimientos. En el año 1941 se puso su abrigo, llenó los bolsillos con piedras y se arrojó al río Ouse. Tardaron casi un mes en encontrar su cuerpo.
De Hemingway está dicho casi todo: su participación en la Primera Guerra Mundial como conductor de ambulancias; la vida en el París bohemio de los años veinte; su apoyo a la causa republicana en la Guerra Civil española; la participación, como corresponsal, en la Segunda Guerra Mundial; sus años en Cuba y la escritura de "El viejo y el mar", su fascinación por las corridas de toros, la caza, los baños de adrenalina ...En fin, su superior destreza en el relato corto frente a la novela. Falleció de un disparo en la cabeza, no está muy claro si accidentalmente o de forma voluntaria empujado por un incipiente Alzheimer, su carácter depresivo, su alcoholismo.
Un caso aparte es el de Ambrose Bierce, escritor estadounidense, cuyos padres, de arraigada fe calvinista, pusieron a todos sus hijos -tuvieron trece- nombres que comenzaban por la letra a. Bierce escribió muchos relatos cortos cuyos protagonistas eran soldados; con más de setenta años, se subió al caballo y se adentró en Méjico, que estaba en plena revolución; los rumores lo sitúan con las tropas de Pancho Villa. Nunca más se supo de Ambrose Bierce, tras esta expedición que más parece la crónica de una muerte buscada. Carlos Fuentes escribió un libro sobre esta historia, titulado "Gringo viejo", y fue llevado a la pantalla con el protagonismo de Gregory Peck. Ambrose Bierce es también el autor de un sabrosísimo "Diccionario del diablo", en el que se pueden leer cosas como éstas:
Abstemio- Persona de carácter débil, que cede a la tentación de negarse un placer.
Aire- Sustancia nutritiva con la que la generosa Providencia engorda a los pobres.
Amistad- Barco lo bastante grande como para llevar a dos con buen tiempo, pero a uno sólo en caso de tormenta.
Boticario- Cómplice del médico, benefactor del sepulturero, proveedor de los gusanos del cementerio.
Celoso- Indebidamente preocupado por conservar lo que sólo se puede perder cuando no vale la pena conservarlo.
Conversación- Feria donde se exhibe la mercancía mental menuda, y donde cada exhibidor está demasiado preocupado en arreglar sus artículos como para observar los del vecino.
Economía- Compra del barril de whisky que no se necesita por el precio de la vaca que no se tiene...
Séneca, Sándor Marai, Silvia Plath, J.K. Toole, Jack London, Larra... el club de los escitores suicidas supera en número a los gatos que Hemingway tenía en Cuba (en ocasiones, hasta cincuenta).
Para alejarnos de tanta oscuridad, vamos con un par de anécdotas. Entra un muchacho en una librería y pregunta: "¿Tienen algo de Hemingway?. -Un momento, responde el librero. Mire, tenemos "El viejo y el mar".- Bueno -responde el chaval-... deme "El mar". El poeta Juan Manuel Roca desaconsejabe suicidarse borracho: "Es un problema; te suicidas y al día siguiente no te acuerdas de nada".
La foto de arriba es de Virginia Woolf. Llama la atención su mirada melancólica y ensimismada.