miércoles, 14 de diciembre de 2011

He dicho (cien entradas)

Perpetro este blog con el atrevimiento que me confieren los años -una suerte de patente de corso-, desde mi "telecentro/refugio". Esta es la entrada número cien. En la anterior, esbocé los motivos de que uno se ponga -y exponga- a publicar cosas en un blog, y además lo haga con cierta regularidad. Los verdaderos escritores hablan de la necesidad de ser leídos, de ser queridos, dejando a un lado razones más prosaicas y elementales (las facturas que hay que pagar...). Aunque unos pocos y sufridos amigos transitan estos comentarios con la resignación de quienes te compran lotería para un viaje de estudios, la redacción de estas previsibles y prescindibles líneas me conecta con aquel compañero de servicio militar que se escribía cartas a sí mismo. Más o menos, el blog es la terapia barata formada por un sudoku de palabras. Un mensaje en una botella que lanza al ciberespacio un desorientado náufrago digital. He dicho ya - "está en las hemerotecas"- que vine al telecentro a devolver un paraguas; siempre pensé que el ángel providencial que me lo había prestado lo había hecho no sólo movido por su natural generosidad, sino también animado por un impulso estético, tanto para protegerme de la lluvia como para ocultar mi imagen. Aquel día encontré un espacio acogedor "custodiado" por una persona encantadora: en mitad de la noche, perdido en el bosque, arreciando la tormenta, el viajero desorientado encuentra una confortable cabaña, en la que todo parece estar aguardándolo.
He dicho también que subo cada día las escaleras del telecentro con la reverencia del que se dirige a comulgar. Quizá sea más preciso apuntar que soy ese devoto que se dirige a su mezquita: el mal gusto, la mediocridad en sus variadas formas, es ese calzado que nos impide caminar, y que dejamos a la entrada.
¡He dicho tantas cosas del telecentro... y siempre he sentido que me quedaban tantas por decir!.
Hace cuatro años, aún lejos de la prima de riesgo, escribí:
Noviembre es un mes lleno de lunes: días más cortos, temperaturas más bajas, humedad en el cuerpo y en el alma. En el horizonte, inquietante, asoma la Navidad: alegría bañada en tarjeta de crédito, besos envueltos en papel de regalo, identidad expedida en el centro comercial. Para el frío de las ausencias devastadoras, no hay abrigos a la venta.
Era noviembre, y, desde hacía poco más de un año, me había trasladado a Candamo, un bello concejo eminentemente rural, de gente noble y acogedora. Unos versos demoledores de Ángel González me definían: “…porque en ningún país puede arraigar tu corazón deshabitado/…nunca, y es tan sencillo, podrás abrir una cancela y decir, nada más, “buen día, madre”. Pocos eran los efectos personales; los afectos, menos. Pero había descubierto un refugio.
Si un ángel (González) me explicaba en sus versos, otro me da razones para vivir. C., coordinadora del telecentro, es un espejo tan limpio que en él reflejamos lo mejor de nosotros mismos: con fulgores de cariño, enciende el brillo de los ojos más apagados, regalándonos Vida en clases magistrales, lecciones gratuitas a “cobro divertido”.
La vida es un viaje que nos obliga al aprendizaje, nos dice Kavafis en su poema “Itaca”, y, si la encontramos pobre, nos recomienda sutilmente que improvisemos otras “Itacas”: es preciso encontrar un enlace adecuado y continuar el trayecto.
En mi viaje personal, tal vez el señor Alzheimer, ladrón de recuerdos, me visite algún día, ataviado con los harapos del Tiempo. Ahora que aún puedo, necesito decirle que, en un lugar secreto de mi corazón, allí donde guardo lo que más quiero, siempre vivirán C. y nuestro telecentro, inaccesibles a su despojo.
He dicho.

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