martes, 17 de enero de 2012

Juegos

En el parque, sentado en el banco de costumbre, leía el periódico. A finales de marzo, la primavera asomaba con timidez, con un sol menos eficaz que voluntarioso. Encontraba noticias repetidas, que añadían rutina a su tedio cotidiano: el paro, la prima de riesgo, la deuda pública, los cabreos de Mourinho, la pareja Merkel/Sarkozy, Urdangarín…perpetuados en un protagonismo chapucero y hortera. Un dejà-vu mediocre que devenía en pesadilla. Cerca de allí, un grupo de jubilados rememoraba batallas perdidas, que el tiempo embellecía con un falso barniz de épica. Unas palomas picoteaban con furia unas migajas de pan. Algunos ociosos alzaban sus voces en un inútil debate sobre el enésimo partido de fútbol del siglo.
Entonces sonó la llamada. Miró alrededor; un teléfono móvil se hallaba al extremo del banco. Con displicencia, alargó el brazo. “¿Diga?”. “Jaime, necesito verte; creo que sospecha algo”. Él estableció una reflexiva pausa. Finalmente dijo: “¿Dónde nos encontramos?”.
“¿Donde siempre?”.
“No, mejor cambiar de lugar. Repetir el sitio puede ser peligroso”.
“¿Quedamos en El Colonial, dentro de media hora?”.
“De acuerdo; lleva algo de color rojo. Sabes que me gusta”.
Con parsimonia se encaminó hacia la cafetería. Se hallaba a escasos diez minutos del parque. Cuando llegó, un montón de ejecutivos esgrimía sus teléfonos móviles, derrotando a las cucharillas del café. Eligió sentarse en la terraza y, desde allí, observar, como un escritor cualquiera en busca de personajes. Llegaron dos jóvenes y una discusión ruidosa acerca de Fernando Alonso; una muchacha entró paseando un libro de Julio Ramón Ribeyro, cuyo título le pareció clarividente: “La palabra del mudo”. Una pareja de ancianos se presentó arrastrando los pies, acompasando esfuerzos y desengaños. Las manecillas del reloj se movían, perezosas e inútiles, ajenas a las demoras de los humanos. Decidió irse.
Entonces la vio llegar. Apresurada, respirando con agitación, partícula desorientada de un mundo absurdo. “Me volví loca para encontrar algo de color rojo. Al final di con este foulard”. “No te preocupes. ¿Tomas un café?”. Ella le dirigió una mirada hecha de resignación y derrota: “Quince años casados, y aún no te enteraste de que prefiero el té”.


martes, 3 de enero de 2012

Zoofilia (Otra historia de amor)


Avelino y Aurelio se encuentran en la plaza del mercado. Ambos viven en Grado y mantienen una de esas amistades que la vida ha resquebrajado sin romper. Avelino lo llama desde la puerta del chigre: "¡Hombre, Aurelio! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué ye de tu vida?".
Meticuloso en exceso, a Avelino le gusta el ajedrez, el billar y coleccionar botes de cerveza. Pero quizá su afición más desarrollada sea la de organizar "eventos": excursiones a Zamora - que nunca se llevan a cabo por escasa inscripción-, partidos de fútbol sala de veteranos (que acaban con las amistades más sólidas), excursiones en busca de setas (que nadie cocina).
"Ya ves, aquí dando una vuelta. Apenas salgo de casa", responde Aurelio. Es una persona solitaria, que guarda unos silencios que muchos toman por sabiduría, un error de apreciación que se intensificó cuando Aurelio puso gafas. Su físico, que almas piadosas califican de belleza "distinta", impidió que llegase a intimar - y sólo lograse intimidar- con algunas jóvenes que provocaron su interés. De eso hace ya muchos años. Prejubilado de Aceralia, en la actualidad sólo el fútbol, la caza y los documentales de "La Dos" captan su menguada atención.
"Deberías ir hasta Oviedo, al menos saldrías de casa y te distraerías", le aconseja Avelino, siempre con ganas de organizar actividades, encajando puzzles de vidas rotas. Una hora y ocho vinos después, Aurelio ya está convencido. Y al día siguiente coge el tren.
La recepción de Oviedo es fría y educada, como aquella moza a quien Aurelio mandó el mayor ramo de rosas de la tienda, por San Valentín. A Aurelio le gustan las tiendas, mirar sus escaparates y volver "pa Grao" sin comprar nada, diciendo "tá todo muy caro". Pero en aquella del Fontán una mirada dulce, halagadora, se posa sobre él. Un mono jovial, irresponsable, le dedica su atención, y un estrenado protagonismo adorna la vanidad de Aurelio.
No se lo piensa dos veces y entra. "Mire, señorita: soy de Grao, vivo solo, no tengo con quien hablar y ví ese monín tan guapo en el escaparate. Pensé que podría resultar una buena compañía". En un momento, el animal es suyo. A diferencia de las rosas, en esta ocasión Aurelio paga en euros.
Contento como un niño con su regalo de Reyes -cuando Reyes era una sola vez al año-, recorre la calle Uría, deteniéndose a la entrada de la confitería Santa Cristina. Un camarero le interrumpe la entrada: "Animales no, por favor". "Y me refiero al mono", puntualiza. Nuestro héroe se explica: "Mire: soy de Grao, vivo solo y vine a dar una vuelta; encontré este mono, en casa no tengo con quien hablar y lo compré para que me hiciese compañía". Aurelio se acaba de topar con el Camarero Impasible: "Déjelo afuera atado, o con alguien mientras tanto".
En la terraza una chica solitaria apura su vermú. Hacia ella se acercan el mono y su dueño. "Mire, señorita: soy de Grao, vivo solo y vine a dar un paseo hasta Oviedo; compré este mono para que me hiciese compañía. ¿Sería tan amable de quedárselo un momento, mientras entro a comprar unos pasteles?". "Si no es mucho tiempo...estoy esperando a una amiga". "Será sólo un minuto".
Mientras Aurelio entra a buscar los pasteles, el mono y la chica son pareja de hecho en la terraza. Es en esos momentos cuando llega la amiga: "¡Ay, madre! Pero Julia, ¿qué haces con...eso?" "Ye de uno de Grao", responde ésta.
"Pero, por Dios, Julia...¿por qué no abortaste".