jueves, 21 de enero de 2010

Trenes



Con frecuencia utilizo el tren, unas veces para trasladarme a Grado donde un curso de informática tritura las escasas neuronas que me quedan, otras a Oviedo intentando capturar alguna película que merezca la pena, algún libro descatalogado (como yo). El ferrocarril es mi medio de transporte favorito -dejemos a un lado las sustancias alucinógenas- y quizá no sea ajeno a ello la multitud de películas y libros que situaron en él sus historias; sin embargo, al llegar a la estación de San Román de Candamo -mi pueblo- no puedo evitar una sensación de disgusto teñida de melancolía: ausencia de personal ferroviario, sala de espera cerrada, ninguna información acerca de posibles anomalías en los horarios...
Si bien este conjunto de circunstancias propicia una sensación de incomodidad, es la ausencia en sí misma de antiguos jefes - y jefas, la corrección política ante todo- de estación lo que más duele. Durante años, no sólo habían realizado su labor con exquisita profesionalidad (tanta, que en ocasiones yo viajaba más motivado por el origen del trayecto que por el destino del viaje) sino que también habían desarrollado el arte sutil de enraizarse con la población; nada extraño : Lucía, Natalia, Susana, María José y Javi, cálidos y cercanos, lograban el sortilegio, recibiendo a un vulgar tren de mercancías y transformándolo en el Transcantábrico.
La utilización de estaciones y trenes como metáforas de la vida es bien conocida. Se habla de "perder el tren" dándole el significado de dejar escapar una ocasión única; por otro lado pienso que las estaciones, como la propia vida, son lugares de paso, sitios en los que recibimos y despedimos seres queridos; espacios en los que lo provisorio - no en vano los protagonistas son "pasajeros"- otorga un aura de irrealidad, entrando en la categoría de lo onírico (y "la vida es sueño", dejó dicho el clásico).
Trenes con recorrido monótono y ajeno, encarrilados doblemente en las vías y la rutina, como atolondrados seres humanos apresados en estrechos y convencionales caminos; raíles próximos y paralelos, soportando violentas cargas, necesitándose mutuamente y que nunca se han de juntar, como personas vulnerables y solitarias, con el corazón devastado en una eterna noche de invierno.
La vida, juguetona y caprichosa, nos empuja con sus azarosas circunstancias a subirnos a un tren y no a otro, viajeros ignorantes de dónde venimos y a dónde vamos que a menudo encontramos el ferrocarril necesario cuando ya no tenemos acceso al andén ni posibilidad de sacar el billete.
Cuando esto sucede es el momento - siendo conscientes del apeadero donde nos hallamos- de desear el mejor viaje para un tren que no está a nuestro alcance.

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