viernes, 28 de mayo de 2010

La abuela Esther




Eduardo Galeano es un excelente escritor uruguayo de quien ya puse algo en este popular blog; ahí va uno de sus relatos, una pequeña joya:






"La abuela Esther"






La última vez que la abuela viajó a Buenos Aires llegó sin un diente, como un recién nacido. Yo hice como que no lo notaba. Graciela me había advertido, por teléfono, desde Montevideo: "Está muy preocupada. Me preguntó: ¿No me encontrará fea Eduardo?".



La abuela estaba hecha un pajarito. Los años iban pasando y la encogían. Salimos abrazados del puerto. Le propuse un taxi. -"No, no- le dije. No es porque crea que te vas a cansar. Yo sé que vos aguantás. Es que el hotel queda muy lejos, ¿entendés?". Pero ella quería caminar.



-"Escuchame, abuela- le dije. Por aquí no vale la pena. El paisaje es feo. Esta es una parte fea de Buenos Aires. Después, cuando hayas descansado, vamos a ir juntos a caminar por los parques". Se detuvo, me miró de arriba a abajo. Me insultó. Y me preguntó, furiosa: "¿Te creés que yo miro el paisaje, cuando camino contigo?". Se colgó de mí. "Me siento agrandada- me dijo- bajo el ala tuya". Me preguntó: " ¿Te acordás cuando me llevabas alzada, en el sanatorio, después de la operación?". Me habló de Uruguay, del silencio y del miedo. "Está todo tan sucio. Está tan sucio todo". Me habló de la muerte: "Yo voy a reencarnar en un abrojo. O en un nieto o bisnieto tuyo, yo voy a aparecer". -"Pero, vieja- le dije-. Si usted va a vivir doscientos años. No me hable de la muerte, que usted tiene para mucho todavía. "No seas perverso" me dijo. Me dijo que estaba harta de su cuerpo. "Dos por tres, le digo a mi cuerpo: no te soporto; y él me contesta: y yo tampoco". "Mirá", me dijo, y se estiró el pellejo del brazo. "¿Te acordás cuando te estaba matando la fiebre en Venezuela, y yo me pasé la noche llorando en Montevideo, sin saber por qué? Todos estos días yo le venía diciendo a Emma: Eduardo no está tranquilo. Y me vine. Y ahora pienso que no estás tranquilo".



La abuela estuvo unos días y se volvió a Montevideo. Al tiempo, le escribí una carta. Le escribí que no se cuide, que no se aburra, que no se canse. Le dije que yo bien sé de dónde viene el barro con que me hicieron. Y después me avisaron que había tenido un accidente. La llamé por teléfono. "Fue culpa mía- me dijo- Me escapé y me fui caminando hasta la Universidad, por el mismo camino que antes hacía para verte. ¿Te acordás?. Yo ya sé que no puedo hacer eso. Cada vez que voy, me caigo. Llegué al pie de la escalera, y dije, en voz alta: Aroma del tiempo, que era el nombre del perfume que una vez me regalaste. Y entonces me caí. Me levantaron y me trajeron aquí. Creyeron que me había roto algún hueso. Pero hoy, no bien me dejaron sola, me levanté de la cama y me escapé. Salí a la calle, y dije: Yo estoy bien viva y loca, como él me quiere".



En los últimos años, la abuela se llevaba cada vez peor con su cuerpo. Su cuerpo, cuerpo de arañita cansada, se negaba a seguirla. "Menos mal que la mente viaja sin boleto", decía. Yo estaba en España, en mi segundo exilio. En Montevideo, la abuela sintió que había llegado la hora de morir. Antes de morir, quiso visitar mi casa. Con cuerpo y todo. Llegó en un avión, acompañada por mi tía Emma. Viajó entre nubes, entre olas, convencida de que iba en barco; y cuando el avión atravesó una tormenta, creyó que andaba en carruaje, a los tumbos, sobre el empedrado. Estuvo un mes en casa. Comía papillas de bebé y robaba caramelos. En plena noche se despertaba y quería jugar al ajedrez o se peleaba con mi abuelo muerto hacía cuarenta años. A veces intentaba alguna fuga hacia la playa, pero se le enredaban las piernas antes de llegar a la escalera. Al final, dijo: "Ahora ya me puedo morir". Me dijo que no iba a morirse en España. Quería evitarme los líos burocráticos, el traslado del cuerpo y todo eso: dijo que ella bien sabía que yo odiaba los trámites. Y se volvió a Montevideo. Visitó a toda la familia, casa por casa, pariente por pariente, para que todos vieran que había regresado de lo más bien y que el viaje no tenía la culpa. Entonces, a la semana de llegar, se acostó y se murió. Los hijos echaron sus cenizas bajo el árbol que ella había elegido.



A veces, la abuela viene a verme en sueños. Yo camino al borde de un río, y ella es un pez que me acompaña deslizándose, suave, suave, por las aguas.






Dan ganas de leer todo lo de este autor que caiga en nuestras manos. Y, por supuesto, de no escribir ni un relato más.












1 comentario: