martes, 6 de marzo de 2012

Paisaje deshabitado


Nací el año en el que Einstein y Fleming  fallecieron, el de la masacre de la Plaza de Mayo de Buenos Aires, el mismo en el que Franco no tuvo ni un catarro. Ajeno a tanta desgracia, García Márquez escribía su primera novela, "La hojarasca". Las hojas del calendario caían lentas, inútiles y melancólicas en España, un país detenido en el tiempo, en el que un bajito panzón de voz aflautada inauguraba pantanos y rememoraba con nostalgia polvorientas hazañas bélicas. Aún reciente el lamento triste y resignado de la cartilla de racionamiento, un mejunje hecho de vino "Sansón" y huevo batido martirizaba el estómago virgen del adolescente, en espera de tiempos mejores con la llegada de yogures y cereales. Había libros prohibidos, películas prohibidas, conversaciones prohibidas. Había curas, maestros y guardias civiles. Había sórdidos cuarteles, siniestras aulas, lúgubres iglesias. Por debajo de la España oficial de toros, fútbol y flamenco, intentaba respirar un país hambriento de vida. Faltaban veinte años todavía para que el providencial vigía de Occidente falleciese en la cama.
Era este un país fuera de la Historia, aparcado en el arcén de la vergüenza. Tiempos de premiosas peregrinaciones de "seiscientos" cargados de familias numerosas, fatigando caminos intransitables llenos de polvo y de mosquitos. Veranos de invasiones turísticas, plenas de colorido y de pecado. En el país de al lado exhibían el icono sexual de B.B. (Brigitte Bardot) en tanto que aquí proclamábamos la excelencia cultural "B.B.": boina y botijo. Bajo el sol, éramos los africanos de piel más pálida.
En el bar, los hombres jugaban a las cartas y bebían coñac de reminiscencias patrióticas - soberano, fundador, veterano-, aromando un paisaje de áspera virilidad y pudorosos silencios. El lavadero público era el centro social femenino en donde, acunadas por el murmullo del agua, se enjuagaban ropas y murmuraciones, una suerte de "sálvamedeluxe" prehistórico. A la trilogía pecaminosa de sexo, droga y rock&and roll, nuestra reserva espiritual se enfrentaba con procesiones, desfiles y represión.
En tardes prescindibles, el general firmaba sentencias de muerte, al tiempo que merendaba bizcocho con un café descafeinado, cuidando la tensión arterial. En el sofá, su esposa dormitaba con una revista en el regazo, cargada de frigidez y de collares. En las salas de cine, antes de la mutilada película, el noticiario daba cuenta de las catástrofes y desmanes foráneos: mayo del 68, hippismo underground, asesinos en serie. A continuación, veíamos el "panorama nacional" en unas simpáticas imágenes, anecdóticas y domésticas: el récord filial de un padre de familia numerosa, un afortunado acertante de la quiniela, un pescador y su trucha de dimensiones excesivas, los goles del R. Madrid, y el Generalísimo inaugurando pantanos y distrayendo unas horas de su misión salvadora, en compañía de su familia.
Luego, Alfredo Landa y López Vázquez corrían en calzoncillos, babeando lujuria tras una sueca pecadora, encarnación de todos los males que, como sabíamos, venían del extranjero. En sesión contínua, Paco Martínez Soria rescataba de su boina toda la sensatez cateta y retrógrada, como escudo ante la modernidad y los pelos largos.
A tanta placidez y sosiego vino a poner fin Arias Navarro, ojeroso y orejoso, balbuceando en un llanto obsceno la muerte del excelso caudillo. En el mismo año -ironías de la vida-, García Márquez finalizaba su obra "El otoño del patriarca". Se iniciaba el cambio climático: era noviembre y había llegado la primavera.

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