jueves, 15 de marzo de 2012

Estar a la altura


La primera vez que vi a Ivo Andric fue a finales de los años setenta. En la zona de Oviedo donde ahora está el centro comercial Los Prados había instalado un circo, y me metí dentro empujado por la lluvia y la nostalgia. Un par de fieras anoréxicas, dos equilibristas con poco entusiasmo, unos payasos con la gracia que, muchos años después, encontraría en José María Aznar: no eran necesarias grandes dotes detectivescas para deducir que el espectáculo había conocido tiempos mejores. Y allí estaba Ivo, obteniendo escorzos artísticos de un poni, lo mejor de la función. La relación física entre ambos era proporcional: Ivo era enano.
Lo volví a ver, días después, en la librería Cervantes. Oí a mi lado una voz, con un marcado acento extranjero, que me decía:"Señor... ¿sería tan amable de alcanzarme aquel libro?". Allí estaba el enano ecuestre, señalándome un volumen de Ray Bradbury. Al tiempo que le pasaba "Crónicas marcianas", alabé su actuación en el circo. Intercambiamos comentarios prescindibles acerca de algunos libros, y sugerí tomar un café.
No estoy seguro de si era bosnio o croata, en todo caso en aquellos años Ivo era yugoslavo por el efecto aglutinador de Tito. De espíritu nómada, sus aficiones eran la lectura - con preferencia por la ciencia ficción: Philip K. Dick, Asimov, Bradbury...-, el cine y la papiroflexia; esto último, no sé por qué, me llamó la atención. "Porque, de vez en cuando, me gusta perder los papeles", dijo. Comencé a sospechar que el sentido del humor de Ivo era inversamente proporcional a su estatura.
Una semana más tarde lo encontré de nuevo, a la salida del cine Palladium, una sala mítica en aquella época. No pude evitar sonreir: la película era "También los enanos empezaron pequeños". "Me gusta mucho Herzog", dijo. Nunca supe si le gustaba el cine desmesurado de este director alemán, o era su surrealismo quien hablaba. Entre unas cervezas, me lanzó otra andanada: "los enanos tenemos desarrollado un sexto sentido que nos permite reconocernos por la calle".
Pasaron más de treinta años. Golpes de estado frustrados (¿o no?), champions, sálvame, talantes, poceros, chapapotes, burbujas... Me dirigía al cine de Los Prados para ver la última de Clint Eastwood, cuando lo vi allí acampado: "Circo Júpiter". Interpreté que estaba ante una mera coincidencia. "Y, además, de aquellos años no quedará nadie", pensé. Eran las cinco y media, la hora de la primera función; me acerqué a la taquilla. Una cabeza calva sobresalía apenas en la ventanilla; iba a interrogarle cuando, a su lado, entreví un libro: "El hombre ilustrado", Ray Bradbury.
Me reconoció al momento (lo cual, para qué negarlo, halagó mi vanidad). Me contó que ahora era el dueño del "negocio" -vi que mantenía intacta su ironía- y que su labor se limitaba a vender las entradas. Nos fuimos a tomar unas cervezas. Hablamos de la magia del circo; esbozó una teoría de la sociedad virtual y el empeño laborioso de llevar a la gente a mundos de ensoñaciones. Divagó en conjeturas erráticas; nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos, como nos había prevenido Neruda. Surgió su inmediato proyecto: había contratado a un chaval de Lugones, repartidor de pizzas, de un metro y sesenta centímetros de estatura, para presentarlo en el circo como el enano más alto de Europa. Como un fantasma, la omnipresente crisis apareció en la conversación.
El Ivo que se negaba a crecer, lúcido y sarcástico, manifestó: "Siempre he sido una persona prudente. Nunca viví por encima de mis posibilidades".

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