martes, 3 de noviembre de 2009

A duras penas



Había que elegir con esmero la película, procurando que el argumento fuera sencillo y la forma narrativa no utilizara demasiados saltos en el tiempo, huyendo de temas escabrosos y con demasiada violencia. Era nuestra particular censura. Y el lunes íbamos al cine a Oviedo: se había convertido en un rito.



Cogíamos el tren que nos dejaba en la capital en unos cuarenta y cinco minutos. Seguíamos una rutina que nos protegía - ya se sabe que la costumbre es un manto que protege a los vulnerables; nosotros lo éramos, y mucho-: comíamos en un bar al lado de la calle Uría, reconciliándonos por un día con el colesterol; allí nos trataban con una dedicación exquisita, dándonos una plusvalía de amabilidad; luego, leíamos un poco el periódico y marchábamos hacia el cine. Con nuestro torpe deambular, nos llevaba nuestra buena hora caminar distancias que la gente normal realizaba en unos diez minutos. Frecuentábamos los "Brooklyn", un grupo de siete salas situado al lado de la plaza de América.


Se me vienen a la cabeza algunas películas de aquella época: "El paciente inglés" (mala elección, demasiados " flashbacks"), "La vida es bella", "101 dálmatas", "Ana y el rey". Esta última resultó inolvidable, todo un éxito, por los comentarios de mi acompañante: " !Vaya guapo que ye el rey!""Baja un poco la voz", le contestaba. "Pero, ¿nun ves lo guapo que ye?" - "Oye, que yo tampoco toy tan mal", le decía. Esta película la siguió entera, sin perderse detalle. De vez en cuando, nos salía alguna que otra un tanto espesa, y entonces ella echaba una cabezadina.


Algunos días, a la salida, parábamos en la confitería Santa Cristina; a ella le gustaba mucho porque la encontraba luminosa y muy ordenada. En eso del orden creo que yo no he salido mucho a mi madre. Cogíamos unos pasteles y el tren de regreso.


Unos meses después de su fallecimiento, me impuse volver al cine; ni siquiera sabía qué película ponían. Me parecía un acto necesario. Superé la proyección bastante bien; mas, a la salida por una especie de túnel que daba a otra calle lateral, los recuerdos me asaltaron bruscamente y una especie de congoja me atravesó dejándome sin fuerzas. Entré en la primera cafetería que encontré y tomé un coñac.


A veces pienso que deberíamos disponer, como esos perros de san Bernardo, de un pequeño barril, donde almacenásemos todas las lágrimas que la vida nos va a demandar. Así, cuando lo necesitásemos, abriríamos la llave y seguiríamos mirando hacia adelante. De otra manera, las lágrimas se quedan dentro, sin verter, y se vuelven turbias y el alma vidriosa.


Somos, como Ulises, nostálgicos del hogar y, como Ulises también, morimos varias veces a lo largo de nuestra vida: cada vez que la vida nos golpea con una ausencia irreparable. Y esos abandonos definitivos no se quedan atrás, olvidados en el tiempo, sino que se incorporan a nosotros haciéndonos distintos. En ocasiones, se rezagan transitoriamente para asaltarnos de improviso envueltos en un sonido, un paisaje, una melodía.

Los últimos diez años de vida de mi madre - casi inválida- el hijo egoísta que siempre fui le devolvió una centésima parte de lo que ella me había dado. Durante ellos, no tuve ni un solo día libre. Fue un privilegio: los diez mejores años de mi existencia. Aunque el sistema nervioso me lo recrimine.

¿Qué queda de todo esto? : Vacío, cansancio, la relativización de todas las fatalidades (incluso de la final), la creciente dificultad de autoengañarse y echar para adelante...

Y el barril de san Bernardo sin abrir....

No hay comentarios:

Publicar un comentario