miércoles, 23 de septiembre de 2009

En medio de la mitad de la noche



En el fondo, creo que somos todos supervivientes en un naufragio, sea la balsa de oro o de rústicos maderos. Hace años, en una de mis numerosas visitas a un hospital, coincidí con un hombre que iba allí a visitar a su hermana; se hallaba ésta en una situación de postración absoluta, tras varias trombosis sucesivas. Su cuerpo era un mapa de vendajes que ocultaban apenas un montón de magulladuras. Su estado era, prácticamente, vegetativo.


Como todo el mundo sabe, las coincidencias entre los visitantes de enfermos suelen establecer necesarios lazos de complicidad ("¿Cómo está hoy tu hermana?; ¿Qué tal pasó la noche tu madre?, Toma, traje zumo de naranja; Ahí tenéis el periódico de hoy..."), una isla emocional desprotegida en medio de la ciudad, en donde las mentiras piadosas son obligatorias y la sinceridad a ultranza está prohibida. "Pues yo a tu hermana la encuentro mejor; cualquier día a tu madre le dan el alta".


En esos sitios, los minutos son paquidermos ; las horas, un espejismo incierto. Se puede y se necesita hablar. Así es como conocí la historia de aquella enferma (y víctima), contada por su hermano:


"Somos de Mieres. Mi hermana tenía dieciséis años cuando estalló la guerra civil y estaba locamente enamorada -quizá no debería expresarlo así- de un rapaz de El Entrego que trabajaba en la mina. Total que ya hablaban de la futura boda, cuando a él le tocó coger el fusil y marchar para el frente. Pasaron más de dos años sin que supiéramos nada de su situación, sólo rumores... que si estaba en tal sitio, en tal otro, que si estaba preso, que si lo habían fusilao. Finalmente, a finales del treinta y ocho, llegó una carta oficial, notificando su fallecimiento.


A partir de ahí, mi hermana puede decirse que dejó de existir: el dolor pudo más que ella. Estaba en el mundo sin estar. En aquellos tiempos, la palabra depresión no existía en la medicina, al menos en aquella España: mi hermana deambuló de un manicomio a otro, convirtiéndose cada vez más en un despojo humano. Al final de su vida, tuvimos que ingresarla en alguna institución gestionada por monjas (por cierto, las magulladuras no me gustan nada), en donde ya no la quieren después de las últimas trombosis. Y ahí la ves, en estado vegetativo."


Pensé para mí que aquel sucinto relato explicaba mejor la España de la guerra y la posguerra que muchos documentales de la época.


Dije: "Pues yo hoy la encuentro mejor".


Sin llegar a alcanzar el grado de inmensa tragedia individual -dentro de la espantosa tragedia colectiva- que narra el episodio anterior, en el primer mundo del "corteinglés" y del sobreconfort habitan tristezas soterradas que, bajo un manto de sonrisas postizas, perseveran en eternizarse.


Veo a una antigua amiga de Trubia y, como amigo, no sólo le pregunto: "¿Qué tal?", sino que me paro a escuchar su respuesta. "Mejor", me dice; lleva puesto un chaleco muy guapo, que me hace recordar a otra amiga que elogia esta prenda diciendo que "abriga sin oprimir". Se lo digo: "ese chaleco tan lindo que llevas- haciendo juego contigo- es mi metáfora sobre las relaciones humanas ideales: abrigar sin oprimir".


Empieza a desgranarme su estrategia para "salir, del pozo en el que estaba, a la calle" ("mira que detrás de los adoquines está la playa", le dije un día recordando mayo del 68):


"Ante todo, pensé que debía dedicarme todos los días algo de tiempo a mí misma; ya estaba bien de vivir vitalmente a remolque de los demás. Así que una hora para caminar, que es muy bueno, y durante el paseo ver de verdad lo que miraba: a veces, pasas todos los días por un sitio, ves el árbol de todos los días, y no te fijas de qué color son las hojas , igual que a veces uno no se entera de la gente que tiene al lao aunque esté desangrándose.


Siempre me gustó la música, leer un rato, ver cine... ¿qué hacía yo viendo en la tele a Belén Esteban, diciendo que ponía a su hijo por testigo de que nunca utilizaría a su hijo?


Siempre me había gustado la pintura, y no me acordaba cuántos años pasaran desde la última vez que había ido a una exposición. Y lo mismo digo del cine. Así que cogí a Luis y !a la calle!" .


A veces hasta me "autoobligaba" un poco, porque lo que había planeado llegaba el momento y parecía que dejaba de interesarme. Y algo más, intentaba hacer lo del día con la mayor dedicación posible: en el trabajo de la tienda, ser lo más profesional que pudiese (a pesar de alguna clienta que otra un poco "plastas"), en casa, si cocinaba algo, -aunque esto lo hace mejor Luis-poniendo interés y cariño, a ver si me salía la mejor paella del mundo...!Qué quieres, tengo un marido estupendo, tenemos una niña preciosa...y , para colmo, unos amigos que sé que me quieren y me saben escuchar!" En este momento, al darme por aludido, me puse algo colorao, por lo que comentó "Veo que sigues poniéndote rojo"; " Sí , y no están los tiempos para ello, contesté".


Se despidió de mí dándome dos besos - uno por mejilla-, pese a mis protestas alegando antepasados franceses (concretamente, el Marqués de Sade), mientras yo recordaba una de tantas frases a tener en cuenta de ese sabio llamado José Luis Sampedro: "Llega uno a cierta edad en la que más que vivir para qué, uno se pregunta vivir para quién".




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