miércoles, 9 de mayo de 2012

En-tren-ando



Guillermo Carrascales se dirigía, parsimonioso y ausente, hacia la estación de ferrocarril. Su indolencia era legendaria; Carrascales era un acumulador de pérdidas: paraguas, chaquetas, libros, bufandas, novias (una de ellas, en los tiempos anteriores a la telefonía móvil, al pie del altar: Guillermo desapareció durante una semana). Ajeno a modas y esteticismos, ese día su armonía era impecable, con su paso lento y su jersey de morado. Llevaba un libro bajo el brazo, "Trenes rigurosamente vigilados", del escritor checo Bohumil Hrabal. Contínuamente Guillermo, de ironía perezosa y casual, era el involuntario protagonista de situaciones paradójicas: al llegar a la estación, encontró la sala de espera cerrada, los servicios clausurados, el personal de FEVE ausente. Un triste papel en la pared exponía un número teléfonico como tabla de salvación para el naufragio del resignado viajero; debajo de él se leía: "teléfono de la esperanza". Guillermo echó mano al bolígrafo que llevaba en la cazadora y, despacio, corrigió la última palabra, poniéndola con mayúscula; con ello, creaba una invitación al pecado, si Dios y el obispo de Alcalá no lo remediaban.
Miró a su alrededor. El paisaje exhibía el vacío desolador equiparable al mapa neuronal de Belén Esteban. Echado en el andén, un personaje singular realizaba unos abdominales. Entusiasmo y capacidad de asombro no eran huéspedes habituales en el edificio emocional de Guillermo; lentamente, se acercó al atleta. "Buenos días, ¿sabe si el tren que va para Oviedo viene por este andén?", le preguntó. "No, viene por la vía", respondió el deportista. "Gracias", le contestó, con la gratitud de Teseo al recibir el hilo de Ariadna. Abrió el libro y se dispuso a leer.
Ochenta y tres páginas después, apareció el tren. Como de costumbre, subió en el primer vagón; pese a ello, era tal su flema que, indefectiblemente, llegaba a Oviedo en el segundo. Con una mirada distraída, comprobó que a esas horas el convoy iba desierto; ni siquiera un mísero revisor con quien intercambiar unas palabras sobre el tiempo caprichoso, la prima de riesgo, el logopeda de Rajoy.
Apenas se había sentado cuando a su lado surgió el maquinista, alto, bronceado, inquieto y con la mirada agradecida de quien ha encontrado a su hada benefactora. "¡Hola! Soy Carlos Trencillas, el maquinista, y hoy es mi primer día de trabajo en el que voy solo. Me encuentro raro. ¿Te importaría acompañarme? Serás mi copiloto". "No hay problema", respondió Guillermo, para quien el Apocalipsis sería tan sólo una pequeña contrariedad. 
En la cabina, Carlos accionó los mandos; el tren permaneció impasible, como un banquero ante la solicitud de un crédito. Tras varios intentos del maquinista, el convoy, inmutable, se negaba a reaccionar. Fue entonces cuando Guillermo, de forma inverosímil, vociferó: "¡Trata de arrancarlo, Carlos! ¡Por Dios! ¡Trata de arrancarlo!".

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