lunes, 13 de junio de 2011

Teoría del iceberg




El relato corto, el cuento, las narraciones breves en general, son creaciones que conviven en armonía con estos tiempos apresurados y convulsos que vivimos. A diferencia de las novelas de largo aliento, no reclaman del lector su fidelidad ni una concentración prolongada. Si además hablamos de libro de bolsillo, ya tenemos en las manos el volumen ideal para llenar un viaje de media hora en el transporte público.
Utilizando un símil boxístico, diríamos que el escritor de relatos cortos pretende ganar por KO mientras que el novelista intenta hacerlo a los puntos. Algunos de mis favoritos en el arte de la brevedad narrativa son Guy de Maupassant, Juan Rulfo, O. Henry, Julio Ramón Ribeyro, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ambrose Bierce, Flannery O, Connor, Anton Chejov, E.A. Poe, Horacio Quiroga, Saki, R. L. Stevenson, Eduardo Galeano, William Faulkner (éste, por supuesto, también gran novelista), Ray Bradbury, Raymond Carver, Ernest Hemingway...
De éste último parte la teoría del iceberg sobre el relato corto: en su opinión, lo narrado debe de ser sólo una pequeña parte de la historia, y sirve para que el lector "lea" lo que se encuentra sugerido y no expresado. Para García Márquez, "El gato bajo la lluvia" era uno de sus cuentos favoritos. Ahí va:

El gato bajo la lluvia,
Ernest Hemingway

Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia.El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaban de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha,un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiera acercarse protegida por los aleros. -Voy a buscar ese gatito -dijo ella. - Iré yo, si quieres -se ofreció su marido desde la cama. -No, voy yo. El pobre minino se acurrucaba bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito! El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama. -No te mojes -le advirtió. La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre muy viejo y muy alto. Il piove -expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático. -Si, si signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio.Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.
Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiera acercarse protegida por los aleros.Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada sin duda, por el hotelero. -No debe mojarse- dijo la muchacha en italiano, sonriendo. Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad. -Ha perduto qualque cosa, signora? -Había un gato aquí- contestó la americana. -¿Un gato? -Si, il gatto. -¿Un gato? -la sirvienta se echó a reír -¿Un gato? ¿Bajo la lluvia? -Sí; se había refugiado en el banco -y después- ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener una gatito. Cuando habló en inglés la doncella se puso seria. -Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará. -Me lo imagino- dijo la extranjera. Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama. -¿Y el gato? -preguntó abandonado la lectura. -Se ha ido. -¿Y donde puede haberse ido? -dijo él, descansando un poco la vista. La mujer se sentó en la cama. -¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito.No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo en mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello. -¿No te partece que me convendría dejarme crecer el pelo? -le preguntó, volviendo a mirarse de perfil. George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho. -A mí me gusta como está. -¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho. George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar. -¡Caramba! Si estás muy bonita -dijo. La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya. -Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara. -¿Sí? -dijo George. -Y además quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el pelo frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

-¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? -dijo George reanudando su lectura. Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras. -De todos modos quiero tener un gato -dijo-.Quiero un gato. Quiero un gato. ahora mismo. si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato. George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta -Avanti- dijo george, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban. -Con permiso -dijo la muchacha- el padrone me encargó que trajera esto para la signora.


Aun reconociendo la suprema maestría de gente como Borges, posiblemente el autor que más me ha hecho disfrutar en las distancias cortas ha sido Julio Cortázar. Este es un relato suyo tan breve como ingenioso:

Continuidad de los parques,
Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.



Finalmente, el "minimicrorrelato" más famoso de la historia, perteneciente al guatemalteco Augusto Monterroso:


El dinosaurio, Augusto Monterroso


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



Curiosamente, una vecina le comentó al escritor que este relato le estaba gustando, aunque aún iba por la mitad de su lectura.

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